
Y ahora comenzaba la tortura, con un incendio en mis huevos y mi verga. Todo mi paquete ardía. Se sentía peor en la verga que en los huevos, o el escroto más bien dicho. Me había agarrado completamente todo, no había dejado ni un espacio sin gel. Pero eso no me preocupaba, solo era dolor superficial. Incómodo. Humillante. Lo peor vendría después. Y comenzó con un rodillazo.
No podía moverme. No podía caer al piso. Estaba amarrado, sin camisa, solo con los pantalones que usaba en los partidos amistosos. Obviamente me había quitado la concha antes de comenzar. Su comentario sobre mi paquete grande y gordo no me hizo más que entender que estaba disfrutando mi pánico, no era ningún halago.

Ahora ya comenzaba a quemar todo mi sexo. El rodillazo me había dejado débil, hacía mucho que no me pegaban tan fuerte en los huevos. Esperó a que me recuperara un poco para luego agarrar mi paquete completo y apretarlo sin piedad. No podía dejar de pensar lo bien que me conocía: sabía cómo agarrarme para que ni la verga ni los huevos se soltaran de su mano. Cuando el dolor me resultó muy intenso comencé a gemir y ella sonrió.
"Dime que te duele", me ordenó. Yo no dije nada. "Anda, dime que te duele mucho", dijo mientras apretaba aún más. Yo tenía los ojos cerrados y apretaba los dientes para soportar el dolor. Sabía que su cara estaba justo frente a la mía, pero no me atrevía a abrir los ojos.

Cuando sentí que iba a arrancar mi paquete de mi cuerpo no tuve otro remedio que obedecer. "¡Duele! ¡duele! Basta por favor". Me soltó. Parece que es lo único que necesitaba para dejar de apretar. Tal vez si hacía lo que me decía cada vez no me torturaría tanto. (Qué ingenuo, lo sé).
Apenas dejó de apretar y comencé a respirar rapidamente aliviado pero sintiendo todavía mucho dolor en mis huevos. Y lo peor era que el antiinflamatorio seguía ardiendo en mi piel.

Juno se acercó con el bat en la mano y agarró una pelota. "¿Sabías que una pelota de baseball puede llegar a comprimirse a la mitad de su tamaño cuando es golpeada por un bat durante un picheo? ¿Con cuánta fuerza crees que necesito golpear tus bolas para que se compriman a la mitad? Voy a empezar con media fuerza".
Lanzó hacia atrás el bat, pero no abanicó como si fuera a conectar una pelota pichada, sino como si fuera un bastón de golf, bajando el bat casi hasta el suelo y curveándolo hacia arriba entre mis piernas. El golpe me hizo olvidar absolutamente todo lo que estaba pasando que no fuera eso. Quise cubrirme por completo doblando mi cuerpo hacia adelante pero mis muñecas y mis tobillos estaban muy bien amarrados a la reja detrás de mí. Grité con todas mis fuerzas, pero esta vez Juno no tuvo compasión de mí y volvió a abanicar el bat contra mis huevos. El dolor más intenso que he sentido en mi vida se hizo presente en ese momento y quise desmayarme, pero eso no sucedió. Mis piernas temblaban tratando de juntarse sin éxito. Juno se acercó a mí, yo miraba hacia el piso, me tomó con ambas manos los pezones y comenzó a apretarlos. El dolor era intenso pero solo lograba acumular más tormento a lo que ya estaba sufriendo. Mis huevos, mi verga y mis pezones dolían como nunca me habían dolido. Mi mente no perdía noción de cuánto dolía cada parte. Me apretó unos momentos más los pezones, luego los soltó y volvió a tomar el bat. Otra vez me preguntó: "¿sentiste que se comprimieron a la mitad? ¿o debo golpear más fuerte?" Sin esperar respuesta volvió a abanicar el bat hasta que se detuvo con un golpe seco en mis huevos. Mi grito de dolor fue aun más fuerte. Lágrimas se formaron en mis ojos. No me gusta llorar frente a nadie, pero el dolor que sentía era nuevo para mí. Me habían pegado varias veces en los huevos jugando beisbol: pelotazos normalmente, aunque una vez me dieron un batazo de manera accidental. Siempre duele, incluso con la concha puesta, los golpes a los huevos duelen. Pero jamás me habían golpeado más de una vez seguida y menos sin la protección de la concha. Sentía que mis huevos iban a explotar, y luego un cuarto batazo me hizo pensar que habían explotado. Otra vez grité con todas mis fuerzas y supliqué que parara. "¡Basta!", grité, "¡basta!".

"Freddy, no sabes cuánto disfruto verte llorando", me dijo. "Y quisiera quedarme más tiempo para disfrutar tu vasectomía clandestina, pero me tengo que ir". No entendí lo que decía y por eso no contesté nada, pero me puse muy nervioso.

Nadie llegó hasta la mañana siguiente. Me encontraron amarrado e inconciente. La crema antiinflamatoria ya se había absorbido en mis pantalones, y una mancha oscura delineaba mi paquete.
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